miércoles, 17 de marzo de 2010

Los nacidos en la tempestad

¿Quiénes somos?

Somos un grupo conformado mayoritariamente por hijos de guerrilleros y luchadores sociales mexicanos que fueron ejecutados, desaparecidos, encarcelados y perseguidos entre 1961 y 1982, periodo conocido como la "guerra sucia”.

La mayoría de nosotros no conocimos a nuestros padres y en algunos casos tampoco a nuestras madres, sin embargo, están entre las personas a las que más amamos en el mundo. Algunos nacimos cuando ellos estaban detenidos-desaparecidos en cárceles clandestinas o incluso cuando ya habían sido abatidos por sus enemigos, por lo que no tuvieron la oportunidad de enterarse si fuimos niños o niñas y menos aún de cargarnos en sus brazos. Otros pasamos los primeros días de nuestra vida compartiendo su reclusión en centros clandestinos. Unos más éramos bebés o niños pequeños cuando los perdimos o tuvimos que esperar a que salieran de la cárcel para convivir con ellos.

El ser hijos de hombres y mujeres que colocaron sus vidas en el altar de la utopía revolucionaria nos llena de un orgullo infinito porque creemos que nuestros padres representan los ideales más nobles de su generación. Ellos eran solidarios, valientes, insumisos, generosos, sensibles al dolor ajeno e intolerantes a la injusticia, a la opresión y a todo aquello que degrada al ser humano. Ellos decidieron vivir y morir por sus convicciones, con lo que nos dieron una lección muy dura pero hermosa de libertad y congruencia. Fueron capaces de sacrificar todo cuanto tenían (escuela, trabajo, bienes personales, reconocimiento público, amigos, esparcimiento, etc.) e incluso a sus propias familias, con tal de cumplir el inmenso cometido que se habían propuesto: reconstruir a la humanidad y al mundo con cimientos de justicia, igualdad y libertad.

Confesamos que cuando éramos niños nos sentíamos abandonados porque pensábamos que para nuestros padres había sido más importante su misterioso trabajo que nosotros, pero conforme crecimos nos dimos cuenta de que el amor por sus hijos había sido tan grande que los había impulsado a luchar por construir un futuro digno para nosotros y para las generaciones venideras. Ante esta demostración de amor, no hay gratitud que nos alcance.

Nosotros también los amamos y nos pesa infinitamente su ausencia. Cuando descubrimos la manera en la que fueron detenidos, torturados, asesinados o desaparecidos, se abrió en nosotros una herida que, sabemos, nunca va a cerrar. En diferentes momentos de nuestra vida se nos reveló esa verdad dolorosa, pero la misma también alimenta nuestro ánimo de dar la batalla en contra de la estigmatización y la criminalización de la lucha social, en pro de la verdad y la justicia.

Nuestra lucha no ha sido fácil y sí en cambio dolorosa, tanto por nuestras experiencias personales como por el dolor colectivo que se ha ido acumulando todos estos años de impunidad y silencio en torno a los miles de mexicanos que han sido víctimas de la represión. Ha sido terrible observar las fotografías de los cuerpos irreconocibles de los asesinados y los rostros hinchados de los detenidos, sus narices y labios rotos, sus párpados a punto de reventar y los hilos de sangre que les escurren por doquier. Sobre todo, leer sus miradas en shock, extraviadas o aterradas, nos transmite sentimientos de horror, furia, impotencia, desconcierto y desolación. Nos preguntamos ¿quién? ¿cómo? ¿por qué?

Pese a que vivimos en una sociedad en la que la violencia es algo cotidiano, estamos claros de que lo que ocurrió con nuestros padres no tiene nada de normal. ¿Por qué, si ya los habían sometido, prefirieron ejecutarlos a encarcelados? ¿O por qué en lugar de condenarlos a prisión los desaparecieron con el objetivo de que nunca los encontráramos? Y a los que sí presentaron con vida, ¿por qué los torturaron y los sometieron a un régimen de tratos crueles, inhumanos y degradantes en vez de juzgarlos conforme a derecho? Precisamente el crimen mayor consistió en haber procedido con saña inaudita contra gente que ya no se podía defender. Nuestros padres y sus compañeros ya habían sido vencidos militarmente cuando sus enemigos tomaron la decisión de asesinarlos, torturarlos o desaparecerlos. Además, el gobierno actuó contra hombres, mujeres, niños y ancianos inermes a los que impidió tener una defensa legal: eso se llama terrorismo de Estado.

Para aquellos que somos hijos de desaparecidos, la incertidumbre y la angustia han sido aún mayores. Desde que somos concientes de nuestra situación, no ha habido un solo día de nuestra vida en que no nos hayamos preguntado ¿dónde están? Cualquier ser humano (que en realidad lo sea) puede imaginar lo que sentiría si un buen día, los tipos supuestamente encargados de su seguridad (policías o militares), a cuyos salarios contribuye con sus impuestos, secuestran a la persona que más ama en el mundo y no vuelve a saber nunca más de ella, como si la hubiera devorado la nada. Nuestros abuelos han atravesado por ese calvario y nosotros nos hemos sumado a él desde que fuimos capaces de comprender la magnitud de este crimen.

No sabemos si hay en el mundo otro dolor tan grande como el que provoca la desaparición. Es un tipo de herida que, en vez de cerrarse con el paso del tiempo, cada día se hace más grande. Es algo que quiebra toda fortaleza psicológica, pues uno se desmorona pensando: “si mi familiar está vivo, ¿en qué condiciones está? ¿Está sano, le dan de comer, lo están torturando? Si está muerto, ¿por qué, cuándo, dónde, cómo lo mataron? ¿Dónde está su cadáver? ¿Por qué no me lo devuelven? ¿Por qué se nos castiga de esta forma?”.

Así, los hijos de los desaparecidos somos huérfanos que no acaban de serlo, dolientes que no pueden concluir su duelo, sujetos orgullosos de una identidad en parte recobrada y en parte amputada. Desgarrados por la ambigüedad, sólo nos hace fuertes la idea de que, pase lo que pase, algún día los hemos de encontrar. Conforme pasan los años se extinguen las posibilidades de ver a nuestros padres vivos, más no por ello dejaremos de reclamarlos, hasta el último aliento.

El ser hijos de guerrilleros exterminados por un gobierno autoritario es algo que nos ha marcado de por vida, más lo peor que podríamos hacer es sumarnos a la amnesia colectiva y tratar de vivir como si no hubiera pasado nada. Es tanto lo que le debemos a nuestros padres y a esa generación de revolucionarios que no nos alcanzaría la vida para pagarles. Por eso, hemos dado el primer paso, que es organizarnos con los que tienen la misma herida en el corazón y gritar nuestra verdad a los cuatro vientos.

Debido al manejo informativo que el gobierno hizo sobre las organizaciones guerrilleras, en nuestro país casi nadie sabe que hubo una “guerra sucia” contra los opositores políticos radicales, por lo que hemos asumido como una tarea impostergable la recuperación de la memoria y la escritura de la historia del movimiento armado socialista en el que participaron nuestros padres. Asimismo, hemos emprendido la lucha legal por el esclarecimiento del paradero de nuestros desaparecidos y el castigo a los genocidas y a los criminales de lesa humanidad. Finalmente, también nos hemos propuesto dar la máxima difusión a lo ocurrido en las décadas anteriores, a fin de que la sociedad no permita que esas atrocidades vuelvan a ocurrir. No queremos que los luchadores sociales del presente padezcan lo que ya vivieron nuestros padres en su afán por transformar al país.

Así, nos aferramos a la lucha por la verdad y la justicia y asumimos el compromiso de no claudicar hasta alcanzar esos objetivos. Es ésta una forma de mantener viva una parte del ideario de nuestros padres y de demostrar que ellos no fueron derrotados del todo, porque sí hubo quien recogiera la estafeta para perpetuar la lucha contra el capitalismo y su estela de muerte y depredación. Sirva este modesto esfuerzo para refrendar la lealtad y el amor por ellos, donde quiera que estén.

Hasta ese ignoto lugar, queremos hacer llegar nuestra voz para decirles que los amamos, que los extrañamos, que nos hicieron mucha falta, que la vida no ha sido nada blanda con nosotros pero inspirados en su ejemplo hemos tratado de ser hombres y mujeres de bien; que el Estado, con todo su terror y su sevicia, no nos ha doblegado, que esperamos estar a la altura de sus sacrificios y que nos hemos dispuesto a dar la batalla por la memoria y por el futuro, ¡hasta la victoria siempre!